Ángel de Quinta
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Cuento de Navidad (con final alternativo)

Por Ángel de Quinta

La madera hinchada de la ventana dejaba entrar una raya de frío que cortaba el alma en dos. De todas las veces que le pidió al casero que la arreglara, ninguna le hizo caso. La sala se iba poniendo más y más oscura a pesar de que no eran ni las once de la mañana. Ya empezaba a notarse la humedad de la tormenta que parecía a punto de romper. El pequeño calefactor de aire nada podía hacer contra los elementos, de tanto acercárselo se estaba quemando los pies aunque la nariz seguía helada.

12734…1000 eeeuros

Sobre la mesita Lack de Ikea un nacimiento de cartón recortable, una velita roja apagada, un christmas de la asociación de pintores con el pie y un décimo de lotería que volvía a recordarle su proverbial mala suerte. Nunca le había tocado nada, al menos nada bueno.

La migraña se estaba acentuando y las voces chillonas de los niños de San Ildefonso no ayudaban, pero jamás apagaba la tele, una de catorce pulgadas de aquellas antiguas de panza, casi un objeto de coleccionismo, otra muestra de la exquisita generosidad del propietario de aquel minúsculo estudio amueblado. Las habría mejores en el punto limpio, seguro, pero hoy por hoy su sonido era el único sonido allí, y su compañía la única.

22438…1000 eeeuros

La cantinela no cesaba. Mil euros, justo lo que necesitaba para, 1º: pagar el alquiler (que eran 550, un robo y lo sabía, pero se sentía incapaz de ponerse a buscar piso otra vez), 2º: devolverle 200 a la compañera del burguer que se los prestó el día que la echaron, 3º: comprar la manta polar eléctrica que por tan sólo 56´50 le vendían en el chino de abajo, 4º: recargar el móvil (aunque pensaba dejar de hacerlo, por lo poco que sonaba, cada vez más espaciados los bocadillos verdes que anunciaban un nuevo wasap), 5º: comprar otra caja de Efferalgán, una más, eran días complicados, 6º:comprar otra caja de Thymanax, dosis navideña, días muy complicados, 7º: comprar comida, aunque cada vez tenía menos apetito, 8º: renovar el bono del metro, aunque cada vez lo utilizaba menos, pero se había propuesto ir a echar el currículum a Primark. Y creo que ya he sobrepasado la cantidad.

71935…1000 eeeuros

Ya había empezado a llover. La pequeña claraboya por la que entraba la única luz del antiguo lavadero convertido en ático, también cerraba mal. Miró arriba temiendo que el piso se le inundara, sobre todo porque tendría que acudir al dueño, un tipejo con tan malas pulgas como aliento. Esa sería su segunda navidad allí, y la cuarta que pasaba en este país, sola, desarraigada, extrañando el calor y el color de su tierra, el abrazo cálido de quien ya ni se acordaría de ella. Había caído una gota, fría como el cuchillo de un carnicero, sobre la raída moqueta. Un inocente punto oscuro que barruntaba catástrofe inminente. Algo había pasado en la tele, ah sí, acababan de sacar el tercer premio.

05821…500.000 eeeeeeeuros

Eso sería demasiado. No ansiaba convertirse en una mujer rica, sobre todo porque temía comprobar que no cambiaría nada, que aún seguiría estando sola y triste. Había oído tantas veces lo de que el dinero no da la felicidad... ¿Pero qué la da? Ahora mismo se conformaría con que la pastilla efervescente hiciera su trabajo. No podía más. La imagen de la gente celebrando el premio en la puerta de la administración de Almodóvar del Campo la hundió más aún en su miseria. No porque celebraran haber ganado, sino porque lo hacían juntos, por abrazarse, por reír, por salpicar champán del barato aunque ahora pudieran hacerlo con Dom Pérignon. Reír, añoraba tanto la risa que ya ni se acordaba de cómo era.

No iba a esperar más, la pastilla no hacía efecto y la cabeza iba a explotar. Las sienes le martilleaban un mensaje en morse: bas-ta-ya, bas-ta-ya. El ojo derecho dolía como si clavaran agujas de cirujano sin anestesia, y la soledad se la estaba comienzo a mordiscos entre las cuatro paredes del infecto estudio amueblado. No podía dejar de moverse de acá para allá como un hámster dando vueltas en su ruedecilla, volvió a coger el móvil una vez más para comprobar que seguían sin llamar, sin escribir nadie. Nadie. Cuando al ruido del sorteo se sumó el de un disco de villancicos flamencos con el que los vecinos de abajo llevaban una semana torturándola, no pudo aguantar más.

31457…1000 eeeuros

Sólo había gastado tres de los 20 comprimidos que trae la cajita de Rohipnol, el somnífero que le recetaron cuando le cambió el sueño por culpa de los turnos en aquel centro comercial. Como no le hicieron mucho efecto casi se olvidó de ellos. Pero allí estaban, en el cajón de arriba de la mesita Kullen de Ikea. Justo frente al televisor, justo debajo de la claraboya por la que se empezaba a colar el agua como Pedro por su casa. Tenía que poner un cubo debajo, pero se vio con las píldoras en la mano y ya no sabía adónde iba. Ah, sí, algo para beber, algo para tragar.

Zumosol caducado, un brick de tinto con uvas moradas en la cubierta, agua. Nada más, tenía que bajar al Día, pero igual ya no haría falta. Porque ya no habría más días de dolor, de vacío, de incomunicación, de migrañas, de loterías en soledad, de navidades, de cumpleaños, de vacaciones en soledad, de miseria, de paro, de “ya le llamaremos”, de deudas en soledad. 1, 2, 3, 4…traga un poco más de líquido, 7, 8, 9…

Final nº1

El 23 de diciembre a las 17 horas y 42 minutos la Guardia Civil encuentra una mujer de 36 años y nacionalidad ecuatoriana, muerta por presunta sobredosis de barbitúricos en el piso en que vivía de alquiler en la Calle Lázaro Carreter del municipio de Alcorcón, provincia de Madrid. Los agentes acudieron al domicilio de la fallecida ante la insistente llamada de los dueños de la frutería vecina donde el día antes cayó el premio más importante del sorteo de la lotería de navidad, del cual participaba la finada con un décimo.

Final nº2

El goteo de la lluvia helada sobre su mejilla la despertó de un letargo de más de media hora, cuando casi había perdido por completo la consciencia tras ingerir trece de las diecisiete pastillas que estaba dispuesta a tragar. Pero se desmayó antes. Por la claraboya empezó a caer más y más agua y cuando se disponía a acudir por la palangana de plástico, todavía aturdida, casi arrastrándose, alcanzó una vez más el móvil esta vez para ver de que tenía diez llamadas perdidas. Algo había sucedido. En la tele un reportero hablaba con un grupo de vecinos que celebraban el premio gordo entre risas y lágrimas y contaban lo que iban a hacer con todo ese dinero.

63447… 4.000.000 de eeeeeeeeeeeuros

Casi sin poder levantarse del suelo miró en el ángulo inferior izquierdo de la pantalla y pudo ver una foto fija del boleto con el número premiado. 63447, exactamente el mismo que ponía en aquel papelito junto a su nacimiento de cartón. Y el agua caía por su cara, y la despertaba de lo que parecía haber sido un mal sueño, una pesadilla que había durado treinta y seis años, y en ese momento recordó lo culpable que se sintió cuando, hace ya casi un mes, se gastó los veinte euros que no tenía en comprar lotería en la tienda de enfrente, y recordó como la dependienta, compatriota suya, le aseguraba que les iba a tocar y que se iban a ir juntas a un crucero por Tailandia, o más lejos.

Se arrastró hasta el baño como pudo y, temiendo que el hilito de vida que aún sentía se le escapara, trató de vomitar tosiendo con fuerza y metiéndose los dedos hasta la garganta.

Y vomitó aquel zumo asqueroso y las pastillas, y vomitó la soledad, y las deudas, y la miseria, y vomitó el desengaño, y la apatía, y el rencor clavado en su corazón desde ni se sabe, y vomitó el abuso de su último jefe, y la burla, la indiferencia de su último novio, y las millas que la separaban de quien de verdad quería, y el miedo a volver, y el frío de ese puto apartamento, y vomitó las colas en la oficina de inmigración, y las colas en la oficina del paro, y vomitó toda la pobreza, todo el cansancio y las ganas de morir.

Y en eso que sonó el teléfono una vez más, y que empezaron a aporrear su puerta -el timbre tampoco funcionaba- con toda la fuerza posible, parece que desde fuera podían oír la tele encendida. Parece que por fin alguien la llamaba, alguien se preocupaba por ella.

Sí, aún tenía miedo, terror a comprobar que las cosas igual no cambiaban mucho con 400.000 euros en su cuenta. Pero, qué demonios, finalmente estaba dispuesta a averiguarlo.

Escrito por Ángel de Quinta

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